En una cesárea de ansias, el pájaro-hembra se abrió el vientre con su propio pico.
Necesitaba, urgentemente, arrullar bajo sus plumas a sus vástagos de huevo.
No le importó la sangre, ni el dolor, ni la vasta soledad que le aguardaba. Necesitaba esparcir su simiente entre las ramas de los árboles.
El pájaro-hembra cantó una nana de dolorosos presagios, que tan sólo escucharon los oídos, siempre atentos, de la luna.
Durmió un sueño de dulce verdor mientras acariciaba el blanco palpitar de sus cáscaras de vida.
El pájaro–hembra imaginó fantasías durante un largo periodo de su corto tiempo. Su nido era el refugio perfecto donde construir el futuro para sus blancos óvulos nacidos del centro de sus propias entrañas.
Un viento gélido reventó los cascarones blancos antes de llegar su tiempo. Esparció, sin piedad, sangre y plumas, sobre las ramas de los árboles.
Todo se tornó gris: el entorno, los cuerpos palpitantes de sus poyuelos, las raíces que desde siempre sustentaban el paisaje.
El pájaro-hembra, encontró en la lluvia el sabor de sus propias lágrimas; en la nieve, el dolor de sus vástagos vencidos entre las garras de las sombras; en el sol, la utopía de unas alas que no volarían jamás.
Supo que alguien había dibujado su historia en el borde de una nube, y…sintió que le inundaba la tristeza…