Azules que se caen de morados
Tanto dio la piedra sobre el cántaro, que se secaron los olivos. Ella tenía los ojos turbios y un turbante azul, azul como las mallas que se interponían entre mis ojos, mis manos y sus piernas, y su piel y mis pasiones; mis deseos. El agua de la fuente era dulcísimo, y cuando no, llovía a cántaros; ella cantaba una canción en la ventana azul. Azules, como sus sueños en mis manos, como el mar en lontananza, y lejos. Yo cantaba un cantar entre sus piernas (sin las mallas azules, por supuesto); la lluvia decía afuera sus cosechas mientras, en guardia, el guardián tosía y cruzaba vigilando la terraza.
Desátame la falda, me decía; desátame las ansias y el fuego y las ganas de saltar y saltar del bolling jumping. Tanto pendió el racimo, que me secó los ojos y el deseo. Sabor que se me pierde por las comisuras, por los dedos y todos los sentidos. Sabor que sabe a fresas y se chorrea como el vino que baja por las uvas; dos. Las dos que cuelgan, plenos pezones que casi revientan en el vano de la tarde; jadeando, cabalgando cabalgando, sudando con el grito que abre en dos todo el silencio y llama a su centro todas las llamas, y las manos que asen, sueltan y vuelven a asir el aire y los deseos. Lenguas que salen y penetran. Labios que se secan y se mojan. Vides colgando, maceración del tiempo en su jugo.
Yo no bajé con celular ni entré a buscar con mi escafandra el yin y el yan. Sólo bebí con sed hasta saciar todas las hambres y llenar la pendencia que ella guardaba en una página de su agenda.