¿Las lágrimas que no se lloran esperan en lagos pequeños o serán ríos invisibles que corren hacia la tristeza?
Hortensia vivía sola en la misma mansión colo- nial adonde fue concebida. Los grandes patios centra- les se encontraban desiertos y los salones vivían en oscuridad perpetua. Nadie la visitaba, nadie recordaba que aún vivía. Sólo su fiel amigo Jesús Monte Albo co- nocía su solitaria existencia y le proveía con lo ne- cesario para subsistir. Ella, desde muchos años atrás no salió de la mansión y su interés por la vida se vertía solamente sobre cuadernos que llenaba de bellas letras que nadie leía. Una noche la visitó la muerte y supo que no escribiría más, que la mansión quedaría desierta y que tal vez Jesús, dentro de dos días, en su visita semanal, sabría que ella había muerto. Ape- nas tuvo tiempo de sacar a la luz sus cuadernos y de- jarlos sobre la cama antes de exhalar su último suspi- ro.
Jesús Monte Albo, como el noble caballero que era, llegó puntual a la cita. Esperó como corresponde en el umbral, pero al no tener respuesta entró y se detuvo en el patio central para escuchar el eco de los carruajes. El sabía lo que esto significaba, el pasado volvía en tropel e invadía todos los rincones. Vio a los fantasmas bailar en el gran salón invadido de luz por las inmensas arañas que ardían e iluminaban con sendas velas por primera vez. Lo vio todo. Las mesas derrochaban manjares y las joyas relucían como nunca. La buscó por todas partes. Hortensia había des- aparecido. Caminó hasta su dormitorio deseando hallar- la aún dormida y soñando con la gran fiesta. No esta- ba. Sobre la cama encontró algunos cuadernos amari- llentos y con ellos guardados en su pecho se encaminó hacia el patio donde algunas parejas se besaban.
Leyó las bellas letras y se dio cuenta que la amaba hacía tanto que no alcanzaba a saber desde cuan- do, y que había vertido tantas lágrimas sin llorar que su alma se había convertido en un lago.
Entonces, la vio en el gran salón. Vestía un hermoso traje negro ceñido a su figura. Adornaba con una tiara de Esmeraldas su pelo negro. Bailaba con un militar que la tomaba por la cintura y reía, reía como Jesús Monte Albo jamás la viera.
Salió de la mansión, se sentó solitario en un parque, leyó los amores y desamores de esta mujer que nunca le perteneció y fue entonces cuando vio la ver- dad y se preguntó: ¿Las lágrimas que no se lloran es- peran en pequeños lagos, o serán ríos invisibles que corren hacia la tristeza? Fue justo en ese momento cuando su alma se desbordó..