EL TESTIGO
A los miles de desaparecidos y asesinados.
Se escuchaban sus exacerbados gritos,
queriendo derribar las puertas,
sus ojos amordazados
por el miedo
obviaban mirar de frente.
Ansiaban exiliarse en el paraíso,
encontrar un lugar, que llamar
«Patria», «hogar, tierra»
sin tener que pagar el cuello
por la osadía de quererla. Pero ángeles
entre el bien y mal
la luz no media.
Hasta allí fueron sus verdugos,
en caballos de azufre,
dejando sus huellas infames
por doquier. Un cadáver siendo
devorado por los buitres,
un ojo aun indemne
narrándome las barbaries,
y un infante, un niño,
en cuyos llantos pude ver
los senos mutilados de su madre.
Y todas las aguas no bastaron
para limpiar del cielo
aquel recuerdo. No bastó
la lluvia condensada en los oráculos.
Ángeles, sus bocas abiertas,
sus vientres destazados
donde penetraba el sol
como una daga, iluminándolos.
Ángeles las puertas del infinito
permanecieron en pies,
incólumes, y tras ellas,
las sombras de sus ojos oceánicos,
negando verlos.
Todos fueron aniquilados,
y sus cenizas fueron a los pájaros,
su martirio a ser leyenda,
pero yo, ángeles, viejo y sordo
escucho bajo la tierra
la voz sangrante y subterránea
ascender por las montañas,
volverse árboles, piedras
del nuevo templo.
Pero ustedes, ángeles, ustedes
cómplices bastardos,
están excomulgados
» In perpetuam» porque en el templo
sólo vivirán mis muertos.