Vive en un tranvía de algodón y paredes de aire.
Bajo techos de arcilla deambula cerca de los mortales
con tan solo un nombre que le envuelve
pues la gasa que le sostuvo se desintegró sin olvido.
El tiempo se rinde ante la memoria de una cuerda que tira;
malabarista sin eje llevando una esmeralda en la mano.
Escuchó el trueno renaciendo entre capullos que le reclaman,
siempre en versos presentes como antes sus sentidos.
Hoy, soledad que compite con la terquedad de la memoria,
y el sitio de la aurora,
dueño absoluto, lejano cuando la piedra arrastra.
Espacio finito,
remolino de arena que asentó la mancha al calcinar su sangre y le trajo al inicio,
al corazón que nunca se encierra
y engulle pensamientos que resisten torbellinos de olvido.
Vive entre sus paredes de aire,
bajo su techo de grava
con un instante
para escuchar la voz de su hijo.